ESTA ES NUESTRA FE

Un lugar para conocer las verdades fundamentales de la fe católica

QUE PODEMOS ESPERAR LOS CREYENTES ANTE LA MUERTE DE UN SER QUERIDO

La muerte, como la vida, es un misterio. Un misterio que nuestra mente humana no logra comprender plenamente. Un misterio que nos duele en el alma. Un misterio que nos cuestiona. Un misterio que nos pide fe en Dios y en su amor infinito por nosotros.

¿Cuál es la verdad de la muerte de los seres humanos?, nos preguntamos inquietos, cuando la muerte toca nuestra puerta, y se hace presente entre nuestros familiares, amigos y conocidos. ¿Hay realmente un más allá de la muerte?… ¿Dónde están nuestros seres queridos que se han ido?… ¿Cómo viven?… ¿Qué hacen?… ¿Piensan en nosotros?… ¿Siguen amándonos?…

Son muchas las preguntas y pocas las respuestas que podemos concretar, porque como decimos coloquialmente: Nadie ha regresado para contarlo.

Sin embargo, si nos detenemos a pensar seriamente sobre el asunto, podemos encontrar que nuestra fe en Jesús muerto y resucitado, puede ayudarnos a recuperar la confianza y la seguridad que necesitamos, para vivir nuestro dolor con paz y con esperanza.

En Jesús resucitado sabemos, tenemos la plena certeza, de que aunque la muerte de nuestros seres queridos, amigos y conocidos, nos causa un dolor profundo, ella no tiene la última palabra; sólo es el final de nuestra vida terrena, sometida a las categorías del espacio y del tiempo. Y a pesar del dolor que nos causa, ella marca para todos los seres humanos el comienzo de un nuevo modo de ser, de un nuevo modo de existir, que sí permanecerá para siempre. Lo dice muy bellamente la liturgia de la Iglesia: “Porque la vida de los que en Ti creemos, Señor, no termina sino que se transforma…”

Jesús – Dios encarnado y semejante a nosotros en todo, menos en el pecado -, sufrió la muerte propia de la condición humana, y se angustió frente a ella
– recordemos su oración en el Huerto de los Olivos -, pero Dios Padre le dio la fuerza para asumirla en actitud de entrega total y libre para la salvación de la humanidad, y de esta manera transformó la maldición de la muerte en el inicio de una nueva vida: la vida eterna, la vida para siempre, en Dios y con Él.

Jesús murió verdaderamente, con todo lo que ello significa, pero Dios Padre lo resucitó de entre los muertos, y esta resurrección constituye para todos nosotros una promesa inquebrantable, que Jesús mismo anunció a sus discípulos cuando les dijo: “Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en Mí, aunque muera, vivirá; y todo el que cree en Mí, no morirá jamás” (Juan 11, 25).

Jesús resucitado de entre los muertos, hace presente ante nuestros ojos una realidad antes desconocida para la humanidad. En sus apariciones a los apóstoles, narradas en los cuatro evangelios, podemos ver en qué consiste precisamente esta realidad, y confirmar sus palabras sobre nuestra propia resurrección, porque esta es su promesa.

¿Cuándo tendrá lugar la resurrección de los muertos y nuestra propia resurrección?…

Muchos teólogos, fundamentados en el Evangelio según san Juan, afirman que igual que sucedió con Jesús, nuestra resurrección no tendrá lugar dentro de cientos o miles de años, sino en un tiempo muy cercano a la misma muerte. Nuestros muertos viven ya su nueva vida, en la presencia amorosa de Dios, o en su ausencia, según haya sido su vida, valorada y juzgada por Dios, que nos conoce perfectamente a cada uno y sabe darnos lo que en su infinita misericordia merecemos, no sólo por nuestras obras, sino sobre todo por la salvación que Jesús alcanzó para nosotros con su vida, su pasión, su muerte y su resurrección.

¿Cómo será la resurrección?… ¿De qué manera viviremos esa “nueva vida”?… ¿Cómo viven nuestros seres queridos esa “nueva vida” a la que partieron cuando nos dejaron?…

No lo sabemos exactamente, pero san Pablo en una de sus Cartas nos habla de un “cuerpo espiritual”, que reemplaza este cuerpo material que ahora poseemos. Un cuerpo espiritual que nos permite conservar nuestra identidad personal, seguir siendo quienes somos, pero de una manera totalmente nueva.

El cuerpo espiritual es un cuerpo real. Un cuerpo transformado, un cuerpo transfigurado por el Espíritu de Dios; un “cuerpo de gloria”, que conserva nuestra individualidad, pero que ya no está sometido a las leyes propias del tiempo y el espacio, como sucede con nuestro cuerpo actual.

Para entender todo esto, podemos pensar en las apariciones de Jesús resucitado a los apóstoles y discípulos, que conocemos por las narraciones evangélicas.

Al principio los discípulos no sabían quién era aquel que se les presentaba de repente, sin esperarlo, porque para ellos Jesús estaba muerto y había sido sepultado. Lo veían pero no lo reconocían, les parecía distinto; pero cuando Jesús los llamaba por su nombre – como le sucedió a María Magdalena -; les pedía que le dieran de comer como les ocurrió a Pedro y los que estaban pescando con él en el mar de Galilea; los invitaba a tocarlo – como hizo con Tomás -; les recordaba algo que ya había hecho con ellos – como sucedió con los discípulos de Emaús con quienes revivió la última cena –; o les repetía algo que les había dicho antes, no les quedaba ninguna duda al respecto: Jesús que había muerto de una manera tan horrible y que había sido sepultado, sorprendentemente estaba de nuevo vivo, y seguía amándolos como los amaba cuando compartía su vida cotidiana con ellos y les enseñaba.

Después de un tiempo Jesús dejó de manifestárseles; ellos no volvieron a verlo con los ojos de la carne, pero en su corazón, cada uno sentía que Jesús estaba realmente vivo, y que lo seguía amando como antes, o aún con más fuerza que antes.

De las apariciones de Jesús resucitado podemos deducir muchas cosas para nuestra comprensión de la vida después de la muerte:

1. Nuestros seres queridos muertos no desaparecieron en la nada. ¡Están vivos! ¡Más vivos que nunca! ¡Viven en Dios y con Dios! Ya no padecen las enfermedades, las limitaciones o las debilidades que antes tenían. Su vida es una vida nueva, una vida totalmente renovada, una vida – esta sí – para siempre.

2. Conservan su individualidad, su ser personal, y aunque no tienen un cuerpo físico como nosotros ahora, sí tienen un “cuerpo espiritual” – tan real como el cuerpo material -, que nosotros podemos relacionar claramente con el que tenían antes, cuando estaban en el mundo. Por eso cuando pensamos en ellos, cuando los recordamos, podemos imaginarlos como eran aquí, cuando vivían entre nosotros.

3. Nuestros seres queridos siguen siendo lo que eran para nosotros cuando compartían nuestra vida, y por lo tanto, nos siguen amando, y nosotros tenemos que corresponder a su amor recordándolos, hablando de ellos, de lo que hacían, de lo que decían, de lo que les gustaba y lo que no, de lo que nos pedían, del testimonio de su fe y su confianza en Dios. Es lo que hicieron los apóstoles desde el principio, y por eso la historia de Jesús y sus enseñanzas han llegado a nosotros. Además, este recordar es uno de los elementos necesarios para elaborar adecuadamente el duelo por su partida.

4. Ciertamente su vida – como la nuestra -, no fue perfecta; tuvieron defectos, cometieron errores, pecaron, pero todo esto es acogido por la misericordia infinita de Dios que conoce nuestro corazón íntima y profundamente y sabe perdonarnos con magnanimidad, sin regateos.

5. No podemos describir con pelos y señales el “lugar” donde están ahora, ni cómo es su “nueva vida”, como aseguran muchas nuevas teorías que no pasan de ser simples hipótesis. Lo que sí sabemos y estamos plenamente seguros de ello, es que en la presencia de Dios viven una vida en la que lo esencial es el amor y la paz, una vida que los hace plenamente felices.

6. La nueva vida que Jesús nos comunica en la resurrección, como se la comunicó a él Dios Padre, después de su muerte en la cruz, no es la continuación de esta vida que tenemos ahora, porque de ser así tendríamos que volver a morir. No es hacer allá lo que no hicimos aquí, ni tener allá lo que no tuvimos aquí. Es una vida totalmente nueva, distinta, mejor.

7. Y hay algo fundamental. Nuestra fe en la resurrección de los muertos, al estilo de Jesús, excluye automáticamente la idea de la reencarnación que tanta divulgación y acogida tiene en nuestro tiempo; una idea que ha llegado a nosotros como un “caramelo”, tratando de “endulzar” la dura realidad de la muerte. En la Carta a los Hebreos leemos: “…. Así está establecido que los hombres mueran una sola vez y luego el Juicio…” (Hebreos 9, 27).

Nuestra vida en el mundo es una sola, y por eso tenemos que vivirla con responsabilidad, buscando siempre obrar el bien, teniendo en la mente y el corazón la certeza de que lo que hacemos, es nuestra manera de corresponder a la infinita bondad de Dios, que en Jesús, su Hijo, nos ha salvado de la muerte eterna.

La muerte es un misterio. No lo podemos remediar. No alcanzamos a conocerlo todo de ella. No la comprendemos plenamente y por eso nos asusta. Pero en Jesús resucitado, el Viviente, Dios nos ha dado algunas “pistas”, para que el miedo no nos agobie, y para que podamos vivir siempre con alegría y esperanza, porque tenemos la certeza de que lo que viene es infinitamente mejor que lo que tenemos ahora.

El Papa Francisco dice: Orar por los difuntos es un signo de reconocimiento por el testimonio que nos han dejado y el bien que han hecho. Es un agradecimiento al Señor por habérnoslos dado, y por su amor y su amistad.